La noria
LA NORIA
Herman Ayala Saavedra
(cuento)
“Dale el descanso eterno”.
“Brille para él la luz perpetua”, etcétera.
Los deudos descienden el ataúd de cedro que contiene el cuerpo de Lauro.
Murió ayer temprano, después de dormir tranquilo y sin sueños premonitorios. Pese a sus 89 años, se encontraba gozando de estabilidad en su salud. Tenía fuerzas y lucidez suficientes para valerse por sí mismo.
“Era un viejo de roble”, se dijo varias veces esa frase durante el velorio, que se llevó a cabo en la propia sala de su casa. Hacía calor esos días: casi insoportable, incluso para los pobladores de Riberalta que el año redondo tiene temperaturas que sobrepasan los 33 grados centígrados que casi ni los sienten.
Es tiempo seco en toda la llanura y proliferan los desmontes y quemas de chaqueo. Los atardeceres se matizan de tonalidades que van del azul más increíble al rojo sangrante; las nubes no pierden sus formas coquetas y estilizadas incluso en medio de tanta ceniza y humo alborotado en el ambiente.
El sol, sonrojado por la polución en semejante crepúsculo infernal, se muestra como una luna gigante, todavía por encima del follaje de los almendros altísimos y tupidos que sobresalen con notoriedad por sobre las copas de todos los demás árboles del bosque.
Doli, que era siete años menor que su marido, se quedó en su casa acompañada de su comadre; otra vieja de las de antes, que aceptó hacerle compañía tras que con un sosiego de resignación que tranquilizó a sus hijos, les dijo que por favor quería quedarse en la casa, que no quería ir hasta el cementerio a darle el adiós postrero a su marido; amante bueno y fiel con el que fue buena y fiel amante desde los 17 años, cuando se casaron en una ceremonia pomposa para ese entonces.
―Doña Anita: mamá no se siente con fuerzas para ir al cementerio al entierro de papá. Quédese a acompañarla, por favor ―le pidió una de las hijas.
―Claro, hija, no te preocupes. Vayan ustedes. Aquí nos quedamos las dos viejas, rezando.
Empezó a sonar una banda ejecutando sones fúnebres. La viuda ya había seleccionado unas diez canciones de las que más le gustaban al muerto y ―a sugerencia del funebrero― las pasó por escrito al director, quien junto a sus músicos, eran virtuosos ejecutantes de canciones populares, inclusive festivas, en riguroso y solemne tenor luctuoso.
La primera nota de “El cazador” ―una canción muy de moda durante la juventud de Lauro y Doli― le zarandeó de dolor todo el ser a la vieja viuda.
El cortejo partió con el féretro en hombros, como se estilaba. Era una familia numerosa y querida.
El viejo Lauro venía hablando con sus hijos e hijas a cerca de la forma en que quería ser sepultado. Había pedido a sus vástagos que no le manden a construir un nicho de concreto, que quería ser sepultado en un pozo en la tierra, ―“en un rincón sombreado por los árboles”― en el cementerio general.
Ninguno de sus hijos le prestó mucha atención ni previó la muerte próxima del viejo, porque para su edad seguía firme en la postura y los achaques típicos de la longevidad eran mínimos en él.
La noticia de la muerte de Lauro cayó por sorpresa a la familia y a todos quienes lo conocían.
Doli agarró las cuentas de su rosario y se puso a rezar en compañía de la comadre Ana. Mientras repetían de memoria los padrenuestros y los Ave Marías de los misterios dolorosos, no podía dejar de sentir (insistente e intenso) el dolor que le ocasionaba la tristeza por la muerte repentina de su marido.
―“Perdóname, por las faltas cometidas en tu contra, viejito” ―retumbaba constante en su pensamiento haciendo eco en su pecho agotado.
Las arrugas de su cara recibieron el caudal del sudor que empezó a brotarle a raudales de los poros. Estaba muy cerca de las velas que quedaron encendidas sobre sus candeleros en el sitio en el que se armó la capilla ardiente.
“Ciertamente en tinieblas anda el hombre; ciertamente en vano se inquieta: junta y no sabe quién lo allegará” ―leía su breviario el oficiante y nula atención le prestaban por el sofocón del calor y la molestia que ocasionaban los mosquitos en la gente que más ocupada estaba en echarse viento a la cara, ya sea con sus abanicos o con sus pañuelos―.
Doli y su comadre rezaban sin pausa: ―segundo misterio doloroso: Jesús flagelado, etcétera.
“Te rogamos por el alma de Lauro” ―respondían los dolientes al pie de la tumba del finado.
El sol, coloradísimo, a poco de perderse en el horizonte, las nubes azulgranas; las siluetas de los árboles, grisáceas, negruzcas, de un verde casi negro: solo contornos ante los ojos de los que miraban de rato en rato.
En el silencio ininterrumpido aparecen dos pájaros negros que intentaron posarse bulliciosos y torpes sobre un tercero de la misma especie que presenciaba minucioso el funeral, sin molestar a nadie, sin hacerse sentir siquiera, que se vio forzado a evadir de un salto quedo y sin aleteos a los otros dos pájaros que llegaron raudos, sonoros y decididos a posarse en el sitio exacto que ocupaba el pájaro silente en su rama.
―Jesús coronado de espinas… Padre nuestro… Dios te salve…, etcétera: la viuda y su comadre seguían en el ritual mnemónico de sus rezos. El calor de la sala en que quedaron no redujo a la hora de anochecida, como tendría que haber sido.
― “En nombre de toda la familia: agradecemos con sinceridad y de todo corazón la compañía y las muestras de afecto y solidaridad que tienen con nosotros en este momento duro que nos toca pasar, como es la muerte de nuestro padre”, etcétera… “los invitamos a que nos acompañen a rezar la novena en la casa, desde mañana a las ocho de la noche. Gracias, queridos amigos.”
Las velas; encorvadas la mayoría, chorreantes todas, derretidas, estaban convirtiendo el salón en un charco de espelma pegajosa que intentaba cuajarse desde encima con una costra delgada que no prosperaba debido a la temperatura inapropiada del lugar. Los zapatos de las mujeres que rezaban imperturbables y con el alma entregada por completo a cada sílaba, a cada cuenta, a cada intención, tenían ya toda la suela rodeada de cera derretida.
Las comadres siguen imperturbables. Están experimentando tal grado de concentración, que no mueven ninguna parte de sus cuerpos que no sean: sus bocas para rezar y sus manos para pasar sus dedos de una cuenta a otra en los rosarios que agarran en su diestra cada una.
Terminado el rito litúrgico a cargo del oficiante de la inhumación, los hijos y nietos del difunto se acercaron a dejar velas encendidas sobre el montículo de tierra aún sin cruz ni lápida, debajo del cual yacía el cuerpo del viejo Lauro; el roble fuerte y andante que salía a pasear por las calles, donde todos en el pueblo lo veían con simpatía.
El pájaro negro había vuelto a posarse en el sitio en el que estaba; otra vez en silencio. Incluso sus aleteos fueron imperceptibles por los familiares que esperaban un espacio para dejar sus floreros y velas sobre la tumba.
No había brisa esa tarde: la quietud se había hecho dueña de las nubes y de las ramas. Las velas se consumían sin hacer mover su flama amarillenta, opaca, casi plástica, casi falsa, sobre el charco que habían formado al consumirse. Los pabilos ardían horizontales y zigzagueados; sobre la cera del piso los del piso y sobre la de las peanas, los de las peanas, mientras las viejas eternizaban su rezo con sus cuerpos paralizados casi por completo, ni siquiera se permitieron abrir los ojos, no se dieron licencia ni de llevar a la frente el pañuelo que tenían sobre el hombro o en el bolsillo de sus vestidos negros tipo batón de cuello redondo y estrecho, mangas tres cuartos, largos hasta los tobillos.
Tela negra, seda pesada, velas en cantidad ardiendo a centímetros, dos mujeres devotas rezando impávidas a ojos cerrados con religiosidad y fe rotundas: era cuestión de muy poco tiempo para que ―dentro de esa sala caliente― una pequeña chispa genere la llama necesaria para hacer que en un instante se inflame el vestido de duelo de una o de las dos mujeres a la vez.
En el cementerio tampoco había brisa ―y en ninguna otra parte en kilómetros a la redonda―.
El pájaro discreto y observador había vuelto a estar durante varios minutos, mirando de nuevo en silencio, sin hacer notar su presencia por ninguno de los asistentes a su entierro.
Una vez más aparecieron los otros dos pájaros ruidosos y torpes con la intención fáctica de posarse en el mismísimo sitio en el que estaba mirando el sosegado cómo lo enterraban.
Y una vez más, el pájaro se deslizó sin aletear desde la rama en que observaba en dirección hacia su tumba, sobre la que, ya a punto de hacer contacto, ―ante la vista asombrada de los deudos― echó un sólo aletazo suave y elegante que le permitió detenerse en el aire, ofreciendo un espectáculo, al tiempo que cobraba altitud y se volcaban las velas sin apagarse.
Doli sintió un ardor en su cara. Seguía sudando y con los ojos cerrados. Sólo los abrió cuando la molestia de las llamas era extrema. Su vestido se estaba inflamando desde los dobleces. La llama, que ahora le hacía sentir dolores fuertes, no fue motivo para interrumpir el último Gloria que estaban rezando ambas comadres. Doli inclusive pudo introducir sin alterar el tono de su voz, al quinto y último misterio doloroso.
―Jesús muere en la cruz ―dijo mientras desprendía las plantillas de sus zapatos del piso pegajoso por la espelma―.
―Padre nuestro, que estás… ―empezó a decir y salió hacia el patio de la casa, continuando el rezo sin alterar el ritmo ni el tono―.
Sin decir ni hacer nada distinto a lo que había estado haciendo con su comadre, Doli cruzó el umbral de la puerta, sin saber si lo hacía de entrada o de salida, pero motivada ya por las llamas, que no la hicieron apurar ni el paso ni el rezo, caminó como si nada hasta el centro del patio lleno de árboles frutales frondosos que rodeaban la noria; misma que todos lisonjeaban siempre diciendo que era una de las norias que tenía el agua más fresca y linda del pueblo.
Sabiendo eso, se dirigía inalterable a su noria, sin pensar en nada que no sea el rezo por el descanso del alma de su marido y la conservación de la salud propia y de sus descendientes.
Cuando llegó al borde del tubo de ladrillos, las llamas le estaban cocinando la piel, y habían terminado de consumir sus cabellos. Fue entonces que la vieja agacha la mirada y ve en el reflejo una llama común y corriente sobre la superficie del agua del pozo. Se arrojó clavando la cabeza con un impulso certero.
“Están en celo estos bichos” ―dijo uno de los amigos de la familia, que acompañaba hasta el final: logró esbozar unas sonrisas sobrias en los demás asistentes al entierro―.
Los que estaban más cercanos a la tumba se agacharon para poner de nuevo enhiestas las velas ―todas encendidas aún― que tumbó el pájaro con su aleteo. Rezaron un último Padre Nuestro entre todos, se persignaron y emprendieron el camino de vuelta a casa de sus padres.
Doña Anita estaba en pie, en medio del charco de espelma, cuando llegaron los hijos y los nietos de los viejos. La mujer seguía rezando. Iba por el Dios te salve final del quinto misterio, nadie la interrumpió. Todos ingresaron en silencio; algunos tomaron asiento en la sala, otros fueron al baño, otros a la cocina a beber agua de las tinajas.
Recién cuando hubo terminado el rosario que empezó al lado de su comadre viuda, doña Ana abrió los ojos y se descubrió en medio del charco de espelma semi cuajada, sobre el que ya no ardía ninguna mecha.
Se retiró del charco y se sentó en silencio en una de las sillas que había en la sala. Miró las cuatro huellas que habían dejado en el espelma, los pies calzados de ella y su comadre.
En ese momento se percató de la ausencia de Doli. Fue también ese el momento en que uno de los nietos adolescentes preguntó: ―Doña Anita: ¿dónde está mi abuela?
―Debe estar acostada en su cuarto, la pobre comadre; dejémosla descansar un poco.
―En su cuarto no está ―terció uno de los hijos, tras cerrar la puerta del dormitorio de los viejos―.
―En el baño tampoco ―añadió la hija mayor, que llegó del cementerio con la vejiga a punto de desbordarse―.
Cundió el pánico en todos. Empezaron a preocuparse y a presentir algún problema. De inmediato se pusieron a buscarla. La llamaron por su nombre, la llamaban de mamá, de abuela y de abuelita, pero no respondió en ninguno de los ambientes de la casa. La buscaron en todos los cuartos, en un depósito en el que guardaban un montón de cosas en desuso. Otros salieron a buscarla a la vereda, preguntaron a los vecinos y transeúntes si la habían visto y nadie dio razón de Doli. Aunque doña Anita aseguraba que no podía estar muy lejos, porque la escuchó hasta el penúltimo Ave María y contó que continuó con el rezo porque ya faltaba poco para terminar y que cuando llegaron los parientes, ella casi en el acto, sin ningún apuro había terminado la ronda de oraciones.
La desesperación y la incógnita fueron aumentando vertiginosamente en la familia, hasta convertirse en pánico. Un pánico colectivo que experimentaron a nivel individual, puesto que todos temían lo mismo, pero no lo comentaban con los demás.
La noche había acabado de imponerse por completo en el cielo y en la tierra, la brisa no hacía la menor intención de manifestarse, ya no ardían velas en la casa. Se había producido un despliegue importante de gente buscando a la viuda, pero ésta no aparecía por ningún lado, pese a la intensidad y la buena voluntad de todos quienes la buscaban sin resultados favorables en el intento. La angustia creció más, la incertidumbre hizo entrar en shock a los familiares y el miedo por no encontrar a la madre extraviada aumentaba y aumentaba de forma inconcebible.
El pájaro negro silencioso, llegó a posarse sobre el pretil de la noria, al tiempo que los parientes de Doli ―linterna en mano― la buscaban sin pausa y hasta sin esperanzas, en la tupida arboleda del fondo del canchón.
Llegó un segundo pájaro negro, aleteando vivaz y quedó inquieto al lado del pájaro que siempre pasaba por desapercibido. Los ruidos que hacía el bullanguero, llamaron la atención de uno de los adolescentes nietos de Lauro y Doli, quien enfocó con su linterna de centro bien calibrado, directo hacia donde se encontraban los pájaros. Por el ángulo de la luz que les proyectaba, los cuatros ojos de las aves brillaron intensos, provocando un escalofrío y casi el desvanecimiento del muchacho, quien con la poca de voz que le quedó, habló a su padre para mostrarle su hallazgo. De inmediato se les puso en la mente la sospecha de la peor de las tragedias: que la pobre Doli hubiera caído por accidente dentro de la noria. Pero ese pensamiento solo duró en el chico y en su padre una fracción de segundo, y, cual acto telepático, a ambos en simultáneo les vino a la mente el consuelo tranquilizador de que no eran más que pensamientos negativos que no podían coincidir con la realidad, con lo que les volvió la esperanza de que Doli aparecería sana y salva, en cualquier momento.
Mientras tenían lugar estos pensamientos en simultáneo en las mentes de estos dos que habían escuchado y visto a los pájaros, no dejaron de caminar con pasos quedos en dirección a la noria. Los dos pájaros seguían inalterables en sus conductas: sosegado el sosegado e inquieto el inquieto y bullicioso. No movieron ni sus alas ni sus patas del sitio en que las tenían.
El hijo y el nieto de los pájaros seguían acercándose a la noria, no tenían intención de capturar a las aves, ellos querían enfocar con sus linternas el interior del tubo de ladrillos, para sacarse de una vez la angustia que les ocasionaba tanta incertidumbre e imaginación. Al momento en que ya estaban a unos dos o tres metros del pretil del pozo, los viejos aletearon, hicieron una pirueta perfectamente observada por el muchacho y su padre, que se acercaban a las aves sin dejar de alumbrarles. Los pájaros se clavaron volando hasta perderse de vista en la oscuridad de aquel recinto vertical y subterráneo.
Padre e hijo dieron los tres o cuatro pasos que los separaban de lugar, enfocaron ávidos buscando a las aves negras dentro: no encontraron nada. Sólo vieron el reflejo de las dos luces portátiles en el espejo del agua del pozo.
Quedaron petrificados de pavor cuando, en la noria, de pronto emergió una especie de islote de espelma que encima tenía un rosario ardiendo, fúlgido como un pabilo horizontal y anudado.
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