LOS PEZONES DE JANDRA

LOS PEZONES DE JANDRA

Digamos que la muchacha se llama Jandra.

Jandra ostentaba sus pezones.
 ¡Verdad que los ostentaba!

Y es que eran capaces de opacar todo el resto de su preciosura.

Sus labios, sus ojos, rebozaban de sensualidad. Era linda por donde se la pudiera ver. Era linda hasta por donde se la quisiera ver.

El cuello, suave a la vista, fragante al tacto, cálido al gusto, tenía la desventaja de estar separado de sus pechos nomás por unas clavículas torneadas a viento lento, porque en cuanto mi vista bajaba sin apuro del rostro al cuello, la gravedad atractiva de sus senos me hacía caer sin elegancia en sus pezones: siempre altaneros, siempre indicadores, listos, dispuestos a ampararme y a endulzarme la noche con su luminosidad, a iluminarme el camino de acogida con su rosácea pigmentación, manantial de efluvios dorados, adorados, preciados, devorados con ansiedad y sin cordura por mi vista, que junto al olfato estimulaban sin control el resto de mis sentidos a tal punto de hacerme perder, precisamente el sentido, aunque parezca una exageración.

La imaginación era un estorbo en su regazo ¿Qué cosa o situación mejor podría yo imaginarme en ese instante, en ese sitio, en esa piel? Ni que fuera Julio Verne. Ni aún siendo Julio Verne.

Jandra era capaz de manejarme a su antojo sólo con su mirada o con una señal del índice que poseía a diestra e izquierda, pero no. Lo hacía con el destello del fulgor de sus pezones que yo adivinaba con los ojos abiertos a pesar de los atavíos con que se me presentaba de mejores a primera.

En cualquier caso, con uno de ellos bastaría para someterme a sus caprichos más cojudos, no obstante, para mi mal y para mi dicha, tenía dos y contra ese par, mi voluntad desfallecía, para ese par era (al mismo tiempo) para lo único que quería tener voluntad y la tenía, no sé si más por quererlo o por no poder evitarlo, pero da igual.

Yo era inmortal en su textura.


Hasta que moría y de nuevo renacía con la mirada en sus pupilas, con mis manos por su piel con el alma en sus pezones: par de dos detonadores de síndromes febriles que nomás podrían ser apagados por los tibios extintores que resultaron siendo ellos mismos para mis ansias descabelladas y para las ganas sin frenos que desataron en mí esas sus pequeñas y rosáceas gracias que sabían apuntalar con soberbia y sutileza toda su personalidad ¡No! toda su humanidad, quise decir, que con descomunal ternura me atraía  hasta el punto dramático de no querer morir jamás mientras gozara de tantas muertes en festejos de ella y yo, de día o de noche, iluminando a la vez, ya sea el sol o las estrellas, con los esplendores que, ahora lo entiendo, sólo yo le ocasionaba  ocasionarme.

Nota: La imagen de apoyo es un dibujo a lápiz de una amiga, hecho por un dibujante que no conozco.

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