sonrisa tristona (fragmento)

Un poco antes de las seis de la tarde encostamos en un improvisado puerto de campamento maderero. De las siete personas que habían allí, seis eran varones; de mujeres sólo estaba la esposa de uno de ellos que trabajaba de cocinera para todo el grupo, estaban a la espera de más peones para transportar a lomo humano los bloques de madera que se encontraban en el monte y a distancias distintas, ya por esos años no se hallaban árboles maderables por montones y los madereros debían buscarlos como joyas en media selva.

A primer golpe de vista se notaba que vivían en condiciones infrahumanas, pues no tenían acceso a los servicios básicos mínimos que se conocen en las ciudades, lo que noté en ellos era que la vida escasa de confort que llevaban en el campamento no les importaba, decían que para estar cómodos se quedaban en el pueblo y que por ese mismo motivo no se quedaban más de un mes en ese trabajo y debían volver al pueblo por unos días, antes de continuar con la labor.

Eran personas muy simples pero nos recibieron con todo cariño y nos ofrecieron lo poco que tenían. Hicieron que descarguemos nuestros equipajes en un mesón de rústicas maderas empotrado en el suelo y debajo de dos árboles de tallos gemelos.

Nos ayudaron a escoger un sitio apropiado para levantar nuestras tolderías a un lado de las de ellos. Al centro de sus carpas había un claro de bosque que tenía toda la hierba muerta por el constante trajín de los obreros, este espacio valía de cocina y comedor para todos. Ese día habían cazado un tapir de unos noventa kilos y lo tenían asándose a las brazas.

El enigmático e inevitable dios del tiempo se mostró tacaño con nosotros. Escasamente tuvimos tiempo de armar nuestros campings cuando la noche empezó a exhibirse con el habitual descaro que lo hace debajo del follaje selvático. Estando listos nuestros esporádicos cubiles de material sintético, y después de que nuestro guía y cocinero Nelson preparó la cena en el anafre a gas que llevábamos a bordo, y después de haber comido acompañando al pasajero que financiaba todo el viaje, los obreros madereros nos llamaron para que nos acerquemos a la ya dicha cocina-comedor y nos ofrecieron de su presa (el tapir) para que compartamos con ellos. La carne del monte siempre me supo exquisita, siempre que había tenido oportunidad de comerla lo había hecho, esta vez no fue la excepción y comí un buen pedazo del costillar del animal, incluso el angelino; un tal Randy, nunca supe su apellido, pero en fin, no tiene mayor importancia en esta historia; comió como todos, unos pedazos de la carne que se exponía en las brazas. Nosotros devolvimos gentilezas ofreciéndoles cervezas y cigarrillos.

Por primera vez en la vida, experimenté la grata sensación de haber ofrecido a alguien algo que realmente lo valoraría. Cada vez que ofrecía un vino a una amiga o invitaba a almorzar a alguna chica, eran situaciones en las que tanto ellas como yo podíamos hacernos cargo de la cuenta y teníamos una gama extensa de posibilidades para escoger, porque habitábamos una ciudad con tiendas, supermercados y restaurantes en todas direcciones; incluso cuando regalaba una limosna a un indigente en la calle, sentía que si dejaba de dársela no le afectaría en mucho porque, con tanta gente que circula por las calles, uno sabe que alguien terminará por ofrecérsela; sin embargo, esta situación era diferente por completo y saberlo me hacía feliz. A pesar de ser los cigarros y las cervezas, cosas dispensables en absoluto para la subsistencia, logró conmoverme la situación en que se encontraban los madereros, ya que si bien, estaban “ganando su plata”, también estaban privados de todas las comodidades que solían tener en sus casas en el pueblo, y aunque tuviesen dinero, en pleno bosque no podrían comprar “ni un chicle”, como solía decir, con cierta nostalgia, uno de ellos.

Cuando terminamos de comer hicimos una sobremesa de menos de veinte minutos, las antorchas que habían dispuesto los anfitriones seguían ardiendo con viveza sobre los troncos de bambú que servían de peanas a esas latas de sardina llenas de gasolina mezclada con agua; fórmula que le quitaba en buen porcentaje los poderes inflamables del carburante y permitía que se consuma con mayor lentitud mientras iluminaba con soberbia el claro de bosque donde habitaban.

Decidimos, sin saber cómo ni en qué rato, que teníamos que ir a acostarnos porque no había más tiempo que perder, todos necesitábamos reponer fuerzas para comenzar la jornada siguiente con todo el brío que pudiéramos.

Durante la sobremesa los obreros nos preguntaron noticias del pueblo, querían saber si las cosas estaban normales allá, hacían quince días que no sabían nada de sus familias, estaban acostumbrados a ello, pero siempre que tenían la posibilidad, procuraban enterarse algo de ellas. En verdad estaban incomunicados del todo con el mundo exterior, no tenían equipo de radiocomunicaciones y menos teléfono. Sólo contaban con un pequeño radiorreceptor a pilas en el que sintonizaban radios europeas, especialmente españolas, y en la breve tregua que eran dueños de su voluntad, entre acostarse y quedarse dormidos; escuchaban cualquier cosa que fuera música, la que sea, y después debían apagar su radio para ahorrar las energías de sus pilas, y es que si se les agotaban antes de lo previsto, no podrían comprar otras nuevas porque estaban lejos de todas las tiendas del mundo.

Fue grato escuchar, después de acostarnos, la bulla de los monos sobre los árboles cercanos. Cuatro años atrás solía escucharla con frecuencia, pero desde hacía ese tiempo no había pasado ni una noche en la selva, desde que dejé de trabajar en la agencia de turismo de aventura. Me agradaba esa mezcla de sonidos de aves nocturnas y de los peludos mamíferos, mezclados con cantos de cigarras, de grillos y no sé cuántos bichos más.

Estaba contento porque iba con rumbo al sitio donde se encontraba Paulie. Empecé a sentir los primeros síntomas de una agradable ansiedad, mientras me deleitaba con la idea de ver pronto a mi amada y escuchaba la mezcolanza de sonidos de la selva junto con las gotas de rocío que se juntaban en las hojas de los gigantes verdes; que descontaminan el aire que los humanos ensuciamos como por contrato; y caen sorpresivamente a intervalos irregulares sobre los cobertores de nuestros campings.

Como no podía concebir el sueño, salí de mi refugio sintético y me encaminé a la ribera del río por una senda amplia que contaba con menos de treinta metros de longitud. Abordé nuestra embarcación en la que por su estrechez no nos era posible dormir, situación que estaba prevista y por eso mismo no tenía por qué sorprenderme.

Desde detrás de la floresta de la otra ribera fue apareciendo la imagen de la luna llena de ese febrero que, por cierto, no era bisiesto; y su redondez, su luminosidad y su coquetería me evocó, sin que pueda evitarlo, la mirada de mi añorada Paulie. Fue entonces que mi ansiedad por verla se vio acrecentada, sobre todo porque sabía que aún nos faltaban algunas jornadas de navegación para llegar hasta donde se encontraba ella.

De cualquier forma y con fortuna, ya habíamos superado favorablemente y sin contratiempos el primer tramo de nuestra ruta.

Mientras veía la luna que se había sonrojado por la polución, sentí una emoción inusitada: empecé a percatarme de la preciosa humedad llena de oxígeno que estaba respirando, de la brisa exquisita que apenas meneaba las puntas de las ramas, de ese calor que me hacía sentir libres los poros, y respiré profundamente, exagerando mi inhalación y gozo por las circunstancias que me rodeaban en ese fiel minuto en que estaba regocijándome de estar perdido en algún punto, por fortuna sin nombre, en el mapa de esa inconmensurable selva sudamericana.

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